En Colombia, líderes políticos cuestionan que mientras exguerrilleros reciben beneficios, al expresidente se le juzga por defenderse de un supuesto montaje judicial.
En Colombia, los delincuentes ya no huyen del Estado. Lo acompañan en tarima. Y el único que sigue rindiendo cuentas… es Álvaro Uribe Vélez.
Hace unos días, el presidente Gustavo Petro encabezó un evento oficial en Medellín. Pero no lo acompañaban alcaldes, empresarios ni víctimas. Lo rodeaban cabecillas de bandas criminales, hoy convertidos en ‘gestores de paz’ con escarapela presidencial.
Allí estaban, aplaudidos por funcionarios y protegidos por el Estado, los mismos que sembraron terror en las comunas, que siendo alcalde amenazaron a Federico Gutiérrez, que ordenaron paros armados y reclutamiento de menores.
Y por si había dudas, fue el propio Presidente quien las despejó: no eran delincuentes, dijo, sino “ciudadanos en procesos de rehabilitación”. Es decir, eran delincuentes. Solo que ahora con fuero moral.
Y mientras a ellos se les da micrófono, dignidad institucional y promesas de no extradición, al expresidente Uribe lo llevan a juicio. Porque eso sí: en Colombia la justicia solo es eficiente cuando el acusado incomoda.
El caso de Uribe, que ya cumple más de ocho años, ha pasado por todos los escenarios. En 2012 denunció al entonces congresista Iván Cepeda por ofrecer supuestos beneficios a exparamilitares que lo incriminaran. La Corte Suprema, en un giro inexplicable, archivó esa denuncia y abrió una investigación contra Uribe.
Desde entonces, la historia es conocida. En 2020, la Corte le dictó detención domiciliaria. Uribe renunció al Senado para ser juzgado por la Justicia ordinaria. La Fiscalía, bajo el gobierno anterior, pidió archivar el caso dos veces. Dos jueces y tres magistrados dijeron que no. Y con la llegada del gobierno Petro, el enfoque cambió: en abril de 2024 lo acusaron formalmente por tres delitos. El lunes pasado, la Fiscalía pidió su condena.
¿Las pruebas? Audios editados. Testigos con prontuario. Declaraciones de terceros que luego se retractaron o dijeron haber actuado por cuenta propia. Y unas interceptaciones telefónicas cuya legalidad y motivación dejan más dudas que certezas, incluso rozan la mala fe.
No hay nada que lo incrimine directamente. Pero eso no importa cuando el juicio es más útil que la absolución.
El contraste no puede ser más grotesco. Mientras a Uribe lo juzgan por intentar defenderse de un montaje judicial, en el mismo país se suspenden procesos contra secuestradores, disidentes, narcotraficantes y extorsionistas, si se autodenominan “actores de paz”.
A Mancuso lo nombran gestor y al Eln lo premian con una mesa de negociación mientras siguen secuestrando. Pero a Uribe lo sientan en el banquillo.
Porque el juicio que sí avanza es el suyo. La ‘paz total’ se arrastra entre rupturas, masacres y cinismo. Las cifras lo confirman: 2024 fue el año con más homicidios en zonas bajo negociación. Pero tranquilos: el proceso que de verdad importa ya está en su fase final.
Así está la balanza: los criminales suben a la tarima. El expresidente baja al estrado. La ‘paz’ es con ellos. El castigo, con él.
Tal vez en Colombia se perdona todo, menos haber enfrentado al terrorismo con éxito. Aquí no se premia la firmeza. Se premia la criminalidad.
El juicio contra Álvaro Uribe será una prueba no solo para él, sino para el sistema entero. Si lo condenan sin pruebas, lo sabremos: la Justicia ya no es ciega.
Y entonces sí, quedará claro: en Colombia, el crimen paga. Y paga muy bien.