La noche del martes se tiñó de sangre en el barrio San Roque, al suroriente de Barranquilla. Eran las 10:50 p.m. cuando la calma habitual de la calle 31 con carrera 35 se rompió con un disparo certero, seco, directo.
Cristian Junior Salazar Ferrer, de 28 años, se encontraba en ese momento consumiendo sustancias alucinógenas en compañía de otras dos personas. Estaban en la esquina, bajo una luz tenue, cuando apareció una motocicleta. Dos hombres a bordo, rostros ocultos por la oscuridad y la prisa. El parrillero no dudó: bajó el brazo, apuntó y disparó. Solo una bala, pero bastó.
El proyectil impactó a Cristian en la axila izquierda. Quedó tendido en el suelo, gravemente herido. Los agresores huyeron del lugar sin decir palabra. En cuestión de segundos, una patrulla del cuadrante que rondaba la zona llegó para auxiliarlo y lo trasladó al Hospital General de Barranquilla. Pero ya era tarde: murió a los pocos minutos de haber ingresado.
Según el reporte de la Policía Metropolitana, Cristian no era ajeno al mundo del crimen. Hace dos meses había sobrevivido a otro atentado, y su historial incluía tres anotaciones judiciales: dos por tráfico y porte de estupefacientes, y una más por hurto.
Ahora, las autoridades intentan esclarecer si el ataque fue un ajuste de cuentas o una venganza pendiente. Mientras tanto, en San Roque solo quedó el eco del disparo y la certeza de una vida más que se apaga en las sombras de la ciudad.
