En enero de este año, una conversación privada marcó un punto de quiebre silencioso pero decisivo dentro del alto gobierno. Laura Sarabia, entonces poderosa jefa de gabinete, le pidió una cita al presidente Gustavo Petro para hablar de su futuro. Fue una reunión de casi dos horas en la que, según fuentes cercanas, le expresó con franqueza: “Soy una consejera para la paz, no para las guerras”. La frase no solo cerró su ciclo en la Casa de Nariño; también fue la antesala de su traslado estratégico a la Cancillería, lejos del hervidero político nacional.
Desde su salida del DAPRE, el tono del presidente cambió radicalmente. Petro endureció su discurso contra gremios, empresarios y medios de comunicación, y activó la maquinaria electoral con fuerza. El vacío de poder interno fue llenado por Armando Benedetti, quien consolidó su posición como el funcionario más influyente del Gobierno. Hoy no solo es ministro del Interior, también ejerce como jefe del Despacho Presidencial y tiene injerencia directa en decisiones clave del Ejecutivo.
Mientras Benedetti se convirtió en el nuevo operador político, Sarabia eligió el bajo perfil y una agenda exterior más diplomática. En sus palabras, se concentra en “la misionalidad” del Ministerio de Relaciones Exteriores. Se ha mantenido al margen de las tensiones internas, salvo cuando las pugnas con Benedetti —que no son un secreto en Palacio— la arrastran de nuevo a la arena local. En el último consejo de ministros, su ubicación periférica en la mesa no fue un descuido: fue un mensaje.
La anécdota más reciente ilustra la frialdad que hoy reina entre los antiguos aliados: en Palacio se procura que Sarabia y el presidente no coincidan en espacios informales. Pero ayer, ante la sorpresa de muchos, Petro la llamó para conversar. Algunos hicieron “fuerza” para que no ocurriera. Ocurrió